¿Suspirais princesa?

martedì 24 novembre 2009

El comienzo

Teresukis scripsit:

Soy de Zaragoza pero vivo en Imola, Emilia Romagna, Italia. La razón es únicamente sentimental. Hace 10 años hice la Erasmus en Italia, en Turín; después de un año allí, me juré a mí misma que no volvería a Italia y jamás tendría una relación con un italiano, porque son todos unos chulos, decia yo.

Como siempre, fiel a mí misma y a mis convicciones, hace 5 años conocí a un italiano que pasaba por casualidad, me enamoré fulgurantemente y, como en mi ropero no hay nada de talento para ponerme, dejé todo, trabajo incluido, para casarme y vivir con un tipo al que sumando todos los días distribuidos en un año de esporádicos fines de semana románticos, conocía de tres semanas. Podía haber sido un polígamo encubierto o un criminal buscando una tapadera, pero la realidad resultó mucho más desconcertante; resultó ser un agricultor que vivía en una casa con su familia, en medio de la nada, rodeado de 100 hectáreas de melocotoneros, manzanos, perales y todas esas cosas con las que se hacen zumos.

Y yo pensé, pues qué bonito va a ser esto de volver a la esencia del ser humano, dejar la ciudad con toda su confusión, abatimiento y agitación, y volver a las cosas básicas, al silencio y a los sabores esenciales, entre otras cosas.

Mi primera observación al llegar al campo fue: “aquí huele a mierda”, probablemente porque ése es el componente fundamental del abono que habían extendido la semana de antes. El campo está bien, pero en postales. Está lleno de bichos voladores de varios tamaños, desde mosquitos hasta pajarracos con intenciones dudosas; las de los mosquitos están muy claras, esos cabrones chupasangre. Las de los pajarracos son completamente un misterio: ¿qué tipo de bifidus activo toman que les va tan bien?, ¿por qué defecan tanto y tan seguido? , ¿qué enigma se esconde detras de su esfínter?

Otro mito que rápidamente defenestré fue el de los sabores auténticos y genuinos de la naturaleza. Yo me he criado alimentada por los pechos de Hipercor, todo lo que he tomado en un plato ha pasado por una bandeja de plastico y eso marca. Teníamos en la casa un corral muy mal amueblado lleno de animales comestibles: pollos, conejos, ocas y cerdos. Acostumbrada como estaba yo a que los filetes de lo que fuera me supieran siempre a lo mismo, el hecho de que el cerdo supiese tanto a cerdo y el pollo tanto a pollo agredía con salvaje violencia alimenticia a mi virgen paladar. No me gusta que los animales sepan a lo suyo, porque ese regusto rancio y acusador me retrotrae a esa entrañable escena de su pasado cuando correteaban por el patio y se escagarruciaban por todos los ricones (prefiriendo siempre, además, el lugar donde se tiende la ropa limpia).

En fin, hasta tal punto me resultaba fuerte el sabor, que a escondidas de mi suegra (que era la que liquidaba todo lo tuviera mas de una pata) me iba al supermercado a comprar esas deliciosamente asépticas bandejas que contienen material de origen indefinido y eso era lo que comíamos en mi cocina. A los otros cadáveres, los de los animales de mi corral, les hacía un sentido entierro con su velatorio.

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